¿Es China realmente un ejemplo comunista para el mundo? Aquí lo analizamos en detalle.
Hay una idea que se repite sin descanso en redes sociales: que China es “el mejor ejemplo del comunismo moderno”. Cada vez que lo escucho, me sorprende lo mucho que se simplifica un proceso histórico que fue exactamente lo contrario. Porque si hubo un momento en el que China aplicó un comunismo rígido, fue durante la era de Mao Zedong. Y ese experimento no solo terminó en tragedia, sino que dejó cifras tan duras que todavía hoy producen escalofríos.
Durante el llamado “Gran Salto Adelante” (1958-1962), la combinación de colectivización forzada, cifras manipuladas, decisiones económicas desastrosas y una represión brutal provocó una hambruna que mató entre 20 y 45 millones de personas, según estimaciones históricas ampliamente documentadas. Esa etapa fue, sin duda, el punto más extremo del comunismo chino… y también el más catastrófico.
Y aquí viene lo que casi nunca se dice: ese modelo murió con Mao. Cuando falleció en 1976, el país estaba quebrado, aislado y sumido en una pobreza extrema. Fue entonces cuando Deng Xiaoping asumió el liderazgo y convirtió a China en algo completamente distinto. En pocos años impulsó reformas que descolectivizaron la agricultura, permitieron de facto la propiedad privada, incentivaron la inversión extranjera y crearon zonas económicas especiales que operaban bajo reglas abiertamente capitalistas. Su famosa frase se volvió el nuevo lema nacional: “No importa si el gato es blanco o negro, mientras cace ratones”. La prioridad dejó de ser la pureza ideológica y pasó a ser el crecimiento económico.
El giro no fue suave; fue radical. En los años 80 y 90, China empezó a funcionar como un enorme laboratorio capitalista: el Estado mantenía el control político, pero el mercado se ocupaba del dinero. Mientras el Partido Comunista seguía firme en el poder, las empresas privadas crecían, la competencia se disparaba y los multimillonarios se multiplicaban. Hoy China es uno de los países con mayor número de nuevos millonarios en el mundo, algo impensable en un sistema comunista.
Incluso su arquitectura cuenta esta historia. Ciudades como Shenzhen, que en 1979 era apenas un pueblo pesquero, se transformaron en megaciudades futuristas gracias a la apertura agresiva al capital extranjero. China comenzó a producir, comprar, vender y negociar como cualquier potencia capitalista, solo que a una velocidad sin precedentes. Esa mezcla de control estatal con dinamismo empresarial creó un modelo híbrido conocido como “capitalismo de Estado”, pero que en la práctica se parece mucho más al capitalismo que al comunismo clásico.
Entonces, ¿por qué tanta gente sigue llamando comunista a China? Porque políticamente sigue siendo un régimen autoritario controlado por el Partido Comunista. Y ese sistema continúa cometiendo abusos contra periodistas, abogados y activistas, acusados de “separatismo”; censura la libertad de expresión; reprime brutalmente a minorías como los musulmanes uigures; presiona y desplaza comunidades tibetanas; permite explotación laboral —incluyendo de menores—, entre otras prácticas graves.
Pero una cosa es la estructura política y otra muy distinta es el modelo económico. La economía china actual se parece más a un mercado enorme regulado por un Estado fuerte que a un sistema comunista donde no existe propiedad privada ni acumulación de capital. Los rascacielos, las empresas tecnológicas, la competencia feroz y las cadenas globales de producción hablan por sí solas.
Por eso, cuando alguien en redes dice: “Mira China, así funciona el comunismo”, lo que describe no es la China real. La China comunista existió, sí, y dejó millones de muertos. La China actual es otra cosa: un país políticamente autoritario, pero económicamente capitalista hasta la médula. Confundir ambos momentos no solo distorsiona la historia, sino que borra las consecuencias humanas de aquel experimento fallido que costó tantas vidas. Y entender esa diferencia no es un detalle: es clave para comprender cómo funciona el mundo hoy.